No sabría cómo definir esto que se me ha ocurrido.
No se me da bien escribir poemas. Lo he intentado en un par de ocasiones a lo largo de mi vida, pero nunca he conseguido hacer buenas rimas. Me gusta la poesía y disfruto leyendo poemas, pero no me atrevía a escribir un poema.
Hoy, he decidido intentar hacer algo, aunque no creo que me haya salido bien.
No se trata de un poema, porque ninguna frase rima. No se trata tampoco de ninguna historia corta. No sé bien lo que me ha salido.
Vamos allá.
LA BALADA DEL CONDE ORLAK
Ya es noche cerrada en el pueblo. La Luna llena estaba tapada por una nube. Alguien camina por el pueblo, ya desierto. Ya sumido en la oscuridad...
El conde Orlak sube por la escalera. Su sombra se proyecta sobre la pared. Tiene sed.
No se trata sólo de sed. Se trata de un anhelo. De un sentimiento que creía haber olvidado hace tanto tiempo.
Algo que le hacía sentirse vivo.
Helen espera nerviosa. Le dedica todos sus pensamientos a su marido ausente y enfermo. Piensa en el pueblo que está muriendo. Y ella se retuerce las manos. Se pasea de un lado a otro de la habitación. Nota cómo los latidos de su corazón comenzaban a ser cada vez más rápidos. El Diablo está aquí, piensa. Y he de acabar con él.
La puerta de su habitación se abre. Helen nota cómo la sangre se hiela en el interior de sus venas. Desea gritar. No puede gritar. Debe de fingir que se alegra de verle. Que la tiene subyugada.
Orlak la contempla y siente que ha encontrado a la mujer que debe de acompañarle en su Eternidad. La Eternidad, cuando uno está solo, se hace pesada. Se hace triste. Y Orlak lleva mucho tiempo solo.
Se acuesta en la cama. Mira por la ventana y se pregunta cuándo amanecerá para poder alcanzar su victoria.
Tiene los ojos muy abiertos mientras se fija en Orlak. El conde se acerca a ella. Siente su rostro cada vez más cerca de su rostro y sus ojos espantosos se clavan en los suyos. No me mires, piensa Helen. Siente los labios de Orlak en su frente.
Los ojos de Helen están secos. El pensar en su amado esposo le transmitía valor. El saber que él viviría gracias a su sacrificio le hizo sonreír.
Orlak amaba a Helen desde la primera vez que la vio. Tuvo la sensación de que estaba viendo a un ángel. Helen se había metido en su ser y le hacía sentir que tenía de nuevo un alma. Un corazón...Los ojos de Helen, de color dorado, le perseguían hasta en sueños. Aquella mujer le tenía esclavizado. Y Helen, voluntariamente, quería darse a él.
-Me amas-parece susurrar.
-Thomas...-piensa Helen.
Lucha por no echarse a llorar. Thomas se pondría bien.
Los labios del conde Orlak se posan sobre los de Helen.
¿Cuándo amanecería?, se pregunta ella. Nota cómo su corazón se va parando poco a poco. Entonces, los labios del conde se posan en su cuello.
Siente el dolor. Los dientes de aquel ser se clavan sobre su cuello. Helen no es capaz de pensar en nada. Su mente sólo susurra frases de despedida.
-Adiós...-piensa.
Orlak muerde y chupa.
Se aparta de ella y contempla su cuerpo tumbado en la cama. Debe terminar de convertirla cuanto antes. Se inclina de nuevo sobre ella y la besa en los labios.
De pronto, siente dolor.
Se aparta de Helen. Está empezando a amanecer. Los rayos de Sol dan de lleno sobre el conde. No puede apartarse de la ventana. Siente que su final ha llegado. Se limita a sentir cómo los rayos de Sol acaban con su vida inmortal. Mira a Helen. Helen...Su Helen...Ella había acabado con él. Aún así, de algún modo retorcido, mientras su cuerpo se desintegra, Orlak no puede sentir odio hacia ella. La ama. La ama aún más.